—No, por favor ¡No dejes que me alcance!
Sus manos se
aferraban a las riendas con fuerza, intentando inútilmente apoyar sus
botas en los estribos para que su cuerpo no impactara en cada galope
contra la silla que se encontraba amarrada al lomo del poderoso animal.
El sudor caía por su frente, todas las reservas de adrenalina estaban
alimentando sus venas y su corazón trabajaba al máximo intentando
mantener su fortaleza y reflejos al cien por cien.
—¡No escaparás, mocoso! ¡Nadie escapa del rey Vartyan!
La
voz ronca y desagradable de su depredador le hizo apurar aún más a su
corcel, cuyas extremidades empezaban a flaquear debido al sobreesfuerzo
que su amo le estaba obligando a realizar con el objetivo de no ser
capturado.
—Vamos, Branor… Tienes que sacarme de aquí… Solo un poco más, chico ¡Tú puedes hacerlo!
Acarició
su sudoroso cuello tras susurrarle esas palabras de ánimo y el equino
le respondió con un relincho y un último sacrificio. Su respiración
fatigosa y acelerada hinchaba sus costados y penetraba como una estaca
en los oídos de su sollozante amo, la sangre que comenzaba a brotar de
su nariz le indicaba que estaba al límite, pero a pesar de su
sufrimiento, relinchó una vez más y concentró las últimas fuerzas que le
quedaban en sus cuartos traseros, para impulsarse y cruzar con éxito el
barranco que cortaba el camino irregular por el que galopaban. Su
jinete se preparó para el salto en el momento en que las patas
delanteras abandonaron la tierra firme y encogió su cuerpo apretando las
piernas alrededor de sus costados, sujetaba las riendas con sus
temblorosas manos mientras veía el vacío que comenzaba a dibujarse
debajo y, cuando llegó el momento de aterrizar en el otro lado, encogió
su cuerpo para amortiguar el golpe e intentar permanecer sobre la silla,
quedándose completamente inmóvil. Cuando los cascos delanteros tocaron
tierra, los de las traseras impulsaron su cuerpo y siguió corriendo
instintivamente, con la intención de alejarse lo máximo posible del
peligro que acababa de sortear con tanta maestría.
—¡Eso es! ¡Eres un caballo increíble!
Tiró
de las riendas levemente para echar el frenillo hacia atrás y le
susurró con ternura que ya se encontraban a salvo y que podía parar.
Bajó de su lomo, se retiró las lágrimas de su rostro sonrojado por el
esfuerzo y el cortante frío, y lo hundió en el cuello del animal
rodeándolo con sus brazos, pero el cansancio se apoderó del valiente
corcel y sus cuatros patas cayeron al suelo, dejándolo completamente
exhausto.
—Descansa, amigo. Te lo has ganado.
Mientras
le ofrecía un manojo de hierba, que Branor comenzó a mascar con desgana
pero hambriento, miraba como su depredador al otro lado mascullaba
maldiciones y gesticulaba divertidamente con sus brazos intentando
expresar su ira, pero no descansó ni cantó victoria hasta que vio cómo
se alejaba con su caballo por el camino.
—¡Te lo dije, Branor! ¡Lo hemos conseguido!
Los
primeros vientos invernales del año soplaban con fuerza en el Valle del
Arroyo Sinuoso, multitud de desfiladeros barridos por las continuas
corrientes de aire y un sinfín de cascadas que vertían sus aguas a un
embravecido río, eran el único paisaje que acompañaba a Taryon y su
caballo Branor en la ardua y frustrada búsqueda de un refugio cálido en
el que pasar la noche.
Sus pequeñas piernas comenzaban a flaquear y
se agarró a uno de los fardos que colgaban a ambos lados de la silla de
montar para no perder el equilibrio, el animal sintió la fatiga de su
amo y amainó la marcha agachando su cabeza al mismo tiempo que recibía
una caricia como agradecimiento. Branor fue el único regalo que recibió
en sus catorce años de vida, un pequeño potro de un intenso y brillante
color negro azabache que se convirtió en su mejor y único amigo en el
mismo instante en que le ofreció el primer manojo de heno. Los dos
habían entablado un profundo e inquebrantable vínculo y era difícil
verlos separados, pero ese día había estado a punto de perderlo y eso le
carcomía por dentro desencadenando una ira que le hervía la sangre que
fluía por su debilitado cuerpo.
El crepúsculo
teñía el cielo de un color naranja intenso, los atronadores sonidos que
traían las ennegrecidas nubes de tormenta del norte aceleraron su
corazón y le apremiaron para seguir buscando refugio mientras veía como
el sol se despedía en el oeste, ocultándose detrás de la empinada e
imponente montaña. El constante murmullo del agua se colaba en sus
oídos, adormeciendo sus sentidos como si de la nana más dulce y
relajante se tratara, aunque él no podía saberlo con certeza ya que
nunca tuvo una madre que le acunara por las noches para dormirle en su
regazo, tan solo conoció el afecto, que no amor, de un padre cuyo frío
corazón fue atravesado con una lanza por el mismo hombre que le
perseguía hace unas horas. Los búhos comenzaron a ulular, los lobos
entonaban sus letales y desgarradoras melodías y la única luz que les
acompañaba era el brillo de las estrellas y el leve resplandor de la
luna menguante que despertaba en el este.
—Tenemos que darnos prisa, Branor.
Un
fortuito traspiés, fruto de la premura, se convirtió oportunamente en
lo mejor que le había pasado ese día, gracias a la caída pudo divisar un
pequeño hueco esculpido en la pared de la montaña que se erguía a su
derecha, a ras del suelo.
—¡Por fin los dioses me bendicen! Venga chico, tú podrás resguardarte del viento detrás de estas rocas.
La
alegría del descubrimiento le infundió una nueva energía que le
permitió ir trotando alegremente hasta el pequeño orificio por el que un
cuerpo adulto no cabría. Reptó para entrar y se acurrucó sonriendo sin
dejar de mirar a su amigo, que pastaba sin moverse de su lado. Después
de desearle buenas noches, cerró los ojos y cayó en un sueño profundo y
reparador, que le hizo olvidar todo el daño tanto físico como moral que
sentía.
Se despertó sobresaltado, su
cuerpo temblaba violentamente y sentía como el intenso frío penetraba
hasta alcanzar sus huesos, gimió de incomodidad y miró al exterior para
asegurarse que su caballo seguía allí, cuando su amigo agachó la cabeza
para saludarle, él sonrió y le acarició el hocico con ternura.
—Buenos
días, espero que hayas descansado. Tenemos que llegar a Narboth para
encontrar a mi tía. No creo que hayan dejado de buscarnos.
Se
levantó con esfuerzo, todas sus extremidades estaban entumecidas e
incluso amoratadas en los extremos, pero un intenso pinchazo en sus
tobillos le obligó a sentarse de nuevo, acompañando su acción con un
desgarrador grito de dolor. Las cálidas lágrimas calentaron sus mejillas
y tragó saliva intentando erradicar el terror que se había apoderado de
él al ver que no podía levantarse. Frotó durante un buen rato sus manos
contra sus pies para que entraran en calor y se acurrucó contra el
muslo derecho trasero del cuerpo caliente de Branor, embutido
completamente en su haraposa capa de viaje.
—Con toda esta
humedad es imposible hacer un fuego, no hay madera seca después de la
lluvia que ha caído esta noche. —Pronunció sus palabras despacio y sin
dejar de tiritar mientras sentía como volvía a recuperar la sensibilidad
poco a poco. Suspiró aliviado y sonrió de nuevo para intentar ponerse
de pie una vez más, pero esta vez lo hizo poco a poco, comprobando que
todo su cuerpo respondiera correctamente, hasta que por fin pudo empezar
a caminar y se acercó al río para beber el agua que su cuerpo le pedía
urgentemente.
De día parecía un lugar diferente al que habían
recorrido la tarde anterior, el intenso verdor de la hierba y de las
hojas de los pinos le pareció agradable y la frescura del agua
cristalina que cruzaba el valle le aclaró la garganta y despejó su
cuerpo como si un bálsamo curativo estuviera curando cada uno de sus
males.
—¡Aaaaah! ¡Que rica está! ¿Verdad?
El caballo resopló como si estuviera contestándole y siguió bebiendo hasta que Taryon empezó a caminar para volver al sendero.
—Estoy hambriento, pero nada parece comestible. Tú no tienes ese problema, Branor. Hay demasiada hierba para saciar tu apetito.
Los
rayos de sol matinales de los primeros días de invierno atravesaban sus
ropajes, dejándole una agradable sensación de calidez que le vigorizó
el ánimo y le permitió olvidar por un momento todo lo que había sufrido
esos dos últimos días. Caminaba dando pequeñas zancadas junto a su amigo
y canturreaba una melodía que le escuchó a su padre, la única canción
que le había enseñado, aunque no supo hasta hace poco lo que querían
decir sus toscas palabras, por eso prefería omitirlas y únicamente
entonaba la melodía pegadiza, a veces inventándose su propia letra.
Al
caer la tarde divisaron el final del valle, justo cuando terminaron de
subir una pequeña pendiente que estaba en curva, y se encontraron por
fin con lo que llevaban buscando desde hace dos duros e interminables
días. La modesta ciudad de Narboth podía divisarse entre los pastos más
verdes que Taryon hubiera visto jamás, sus descuidadas murallas de
madera daban la apariencia de derrumbarse en cualquier momento y tan
solo un par de puertas situadas en los extremos opuestos permitían el
acceso a su interior, aunque Taryon siempre se preguntó por qué se
tomaban tantas molestias en cerrarlas por la noche, ya que debido al
deplorable estado en el que se hallaban las defensas, cualquiera podía
colarse entre sus pilares rotos o carcomidos. El río, cuyo curso habían
seguido hasta ahora, la bordeaba por su derecha y numerosos campesinos
se encontraban realizando sus labores en la ribera mientras los animales
que pastaban se acercaban a beber de sus aguas transparentes. Sintió de
nuevo las lágrimas humedecer su rostro y se subió a lomos de su caballo
para cabalgar esperanzado hacia su destino. Numerosas miradas se
posaban en la curiosa pareja y murmuraban entre ellos sobre el aspecto
deplorable que lucía el menor, intercambiando sus dispares conjeturas y
preguntándose cuál podría ser su procedencia, Narboth era una ciudad
pequeña y era difícil pasar desapercibido.
Esquivaban
como podían las multitudes que se agolpaban en las bulliciosas calles
de la ciudad mercante, su localización en mitad del camino que unía las
dos urbes más importantes del reino de Cashidya, le permitían ser una de
las más prósperas del reino, un punto indispensable de intercambio de
mercancías que ningún comerciante con una buena producción de materia
prima pasaba por alto. Numerosas caravanas y puestos taponaban la
avenida principal y caminar por ella resultaba bastante complicado, pero
nada de eso borraba la sonrisa que había dibujada en el rostro de
Taryon, sobre todo cuando se desviaron de la arteria principal de la
ciudad para transitar por un callejón estrecho por el cual apenas cabía
el corpulento corcel.
—Branor, será mejor que te quedes aquí.
Lo
amarró con un nudo flojo al delgado tronco de un árbol que había en la
entrada de la callejuela y se adentró dando alegres pasos hasta que
divisó la puerta de la casa de su tía, comenzó a correr y golpeó
eufórico la madera.
—Brena ¡Brena! ¡Soy yo! —gritó feliz
mientras seguía aporreando la puerta— ¡Venga, abre! —Poco a poco fue
perdiendo la sonrisa, dejó de darle golpes con sus puños y suspiró
mirando a su caballo.— Estará comprando. —Taryon sabía que su tía
siempre se encontraba en su taller confeccionando los numerosos encargos
que tan solo sus hábiles manos podían elaborar con la precisión y
prontitud que los clientes exigían, sus vestidos y trajes de fiesta eran
conocidos en el reino entero, pero a pesar de esta fama sus honorarios
eran escasos y vivía de forma humilde en su modesta casa alquilada.
Se
sentó a esperar su llegada en el escalón de la puerta con gesto
aburrido, apoyando su mejilla en su puño cerrado, y escarbando
distraídamente en la arena con la punta de su bota derecha hasta que
escuchó como su caballo empezaba a resoplar nerviosamente.
—¿Qué te pasa, chico?
Los
sonidos se convirtieron en resuellos, su postura le preparó para la
huida y Taryon entendió que algo malo pasaba, salió corriendo hacia el
principio del callejón y miró en la dirección que indicaba la cabeza de
su corcel.
—¡No puede ser! ¿Cómo lo han sabido?
El
corazón comenzó a latirle con fuerza cuando divisó la armadura del
hombre que le persiguió el día anterior, desató a Branor con dificultad
debido al temblor de sus manos, y anduvo sin levantar sospechas para
alejarse de allí con el objetivo de buscar un lugar seguro, pero no
sabía a dónde ir para no ser descubierto, así que comenzó a dar vueltas
por la ciudad intentando alejarse lo máximo posible de su persecutor.
Cuando comenzó a relajarse, una voz a sus espaldas le alertó que no
debía haberlo hecho.
—Te pillé, gusano. Eres escurridizo para ser tan joven, Vartyan será piadoso contigo y te convertirá en un buen guerrero.
—¿Un… guerrero? ¡No voy a servir a ese asesino!
El
guerrero comenzó a reírse y se quitó su yelmo dejándolo sobre la silla
de su caballo marrón, Taryon pudo ver su rostro lleno de cicatrices y su
cabellera canosa a juego con la poblada barba que se atusaba
constantemente.
—No está en tu poder esa decisión, niño.
El rey te quiere vivo y empiezo a entender el porqué ¡Vamos! Si quieres
defenderte, te daré esa oportunidad.
El pequeño puso su
mano en la capa, tocando la daga que colgaba de su cinturón, y comenzó a
temblar de nuevo débilmente, cerró los ojos intentando calmarse y
recordó lo poco que su padre le había enseñado:
“No pienses, déjate llevar y ataca primero, recuerda que cuanto más rápido seas, menos opciones tendrá tu enemigo”
Respiró
hondo y se lanzó sin contemplaciones hacia su oponente, emitiendo un
grito que liberó la adrenalina contenida por todo su cuerpo con la
clara intención de apuñalar a su adversario. El guerrero del rey volvió a
reírse viendo como el pequeño le mostraba su inocente fiereza y bloqueó
sin problemas con su brazal el golpe que iba dirigido hacia la parte de
su pecho que no estaba provista de armadura de acero.
—Eres muy listo, gusano. Quizás un poco lento. Estoy seguro de que sabes hacerlo mejor.
Lo
empujó haciéndole trastabillar y cayó al suelo de espaldas, aunque se
recuperó rápidamente y volvió a cargar con más rabia que antes, esta vez
apuntando a su costado derecho, pero el fornido soldado puso la palma
de la mano en su frente frenando su carrera y le impidió llegar hasta su
cuerpo, usando su fuerza física y su diferencia de tamaño como ventaja.
—Tienes agallas, eso no puedo negarlo, pero nunca conseguirás ponerme un dedo encima, niño. He derrotado y humillado a…
Su
arrogante discurso se vio interrumpido por una flecha que silbó por
encima de su blanca melena, cortando algunos cabellos antes de clavarse
en el tronco del árbol que se encontraba a sus espaldas. Una voz
masculina, que provenía de alguien que no podían ver, le amenazó desde
algún rincón cercano y el caballero pasó su antebrazo por el cuello de
Tyron para inmovilizarlo y que sirviera como escudo.
—Suelta al chico, Huner Lonbruk.
—¡Sal
de tu escondite, cobarde y pelea como un hombre! —le dijo mirando en
todas direcciones para intentar encontrar su posición guiándose por el
sonido de su voz.
—No quiero pelear contigo. Suéltalo.
—¡No puedes darme órdenes, cretino! ¡Cumplo la voluntad del rey!
—Eso
no me importa en absoluto. No lo repetiré. Suéltalo. —Su tono de voz
era serio y calmado, sin mostrar ningún atisbo de temor o incertidumbre.
—¡Maldito, bastardo! ¡Si quieres que lo suelte tendrás que pelear por él!
El
impulsivo y confiado caballero del rey escuchó sus huesos romperse y su
carne desgarrarse cuando una flecha impactó en el bíceps derecho del
brazo que apresaba a Tyron. Su grito desgarró el aire y penetró en los
oídos del joven antes de que pudiera salir corriendo para alejarse de su
enemigo. Huner miró encolerizado como su sangre manaba de la herida y
teñía la arena de rojo. Una ira creciente se liberó en su interior y
partió el astil de la flecha con un gruñido sin mostrar ningún atisbo de
dolor, fijando sus sanguinarios ojos en el chico que corría tanto como
sus piernas le permitían.
—¿¡A dónde te crees que vas, insensato!? ¡Ni mil flechas certeras podrán librarte de mí!
Taryon
miró hacia atrás cuando escuchó ese airado tono de voz, su vello se
erizó al ver el rostro desencajado de su enemigo y aumentó la velocidad
de sus piernas hasta que algo agarró su brazo y lo desvió de su
trayectoria, lanzando su cuerpo entre unos mullidos matorrales que se
encontraban fuera del campo de visión de su persecutor.
—No digas una sola palabra.
La
voz anónima de antes le susurró esa advertencia a la vez que una mano
enguantada tapaba su boca y acercaba su cabeza al pecho de la persona
que le salvó la vida para que no hiciera ningún movimiento. Taryon se
relajó descansando sobre la coraza de cuero y puso su mano sobre el
guante para decirle sin palabras que permanecería en silencio, el
extraño le liberó la boca y se quedaron completamente inmóviles mientras
veían entre las hojas del tupido follaje como el caballero del rey
Vartyan le buscaba desesperadamente.
—¿¡Dónde estás
alimaña!? —Rastreó por la zona que se encontraba a la derecha de su
posición y el arquero esperó hasta que se alejó lo suficiente.
—No
grites. —Volvió a susurrarle una orden y cuando Taryon asintió, le
agarró por la cintura con los dos brazos y dibujó en el aire un
semicírculo con su bota. Ambos cayeron por una trampilla que se abrió
debajo de ellos y después de un par de metros sus cuerpos aterrizaron en
un mullido montón de hojas secas.
—¿Q-qué lugar es este? ¡Tengo que ir con Branor! ¡Tengo que…!
—Silencio.
—Su voz seguía siendo tranquila y el tono empleado era casi como un
susurro, pero a pesar de ello, lograba amedrentar a Taryon.— Ese
espléndido corcel sabrá encontrarte.
—¿¡Qué!? ¡Pe-pero!
—Déjalo, está a salvo.
Taryon
le observaba mientras se acomodaba en una silla de madera y apoyaba los
pies en un pequeño tablón cuya finalidad intuyó que sería la de servir
de mesa. El escondite era una cueva de reducidas dimensiones, muy
ordenada y con los objetos personales necesarios para el día a día; una
pastilla de jabón casi gastada, un peine de madera, un par de mantas y
un pequeño colchón en muy mal estado. Suspiró y se sentó en el suelo
rodeando sus rodillas con sus brazos mientras seguía observando al
curioso personaje: Su armadura estaba fabricada con cuero de muy buena
calidad y, además de la piel curtida, poseía numerosos detalles grabados
en un metal dorado que Taryon pensó que podía tratarse de oro, más
abundante en las cuatro placas grandes que cubrían el cuero de cada una
de las hombreras y cada uno de los brazales. El arco que descansaba en
su espalda había sido tallado con la inconfundible madera roja de
jorjea, unos árboles que escaseaban en el continente de Cashidya y, por
lo tanto, muy valiosos; los accesorios eran igualmente impresionantes,
las empuñaduras de sus cuatro dagas brillaban en su cinturón, a juego
con el dorado del resto de su armadura, y la capa de viaje de color
verde oscuro, casi negro, parecía ser también de muy buena calidad. Se
dio cuenta de que el extraño no se había presentado y de que él tampoco
lo había hecho, así que decidió dar el primer paso para ver si podían
entablar una conversación que tan desesperadamente necesitaba.
—Me llamo Taryon —le dijo sonriente y empleando un tono jovial.
—Lo sé. —Su tajante y seca respuesta borró la sonrisa del rostro del niño que continuó mirándole con los ojos humedecidos.
—¿P-por qué lo has hecho? ¿Por qué me has salvado?
—Eso no es de tu incumbencia. Al menos no por el momento.
—¿¡No es de mi incumbencia que me salven la vida!?
—Deja
de gritar o nos descubrirá. —Centró su mirada en el asustado chico por
primera vez y señaló al techo para recordarle que la superficie no se
encontraba lejos.
Lo único que Taryon pudo observar de su
rostro fueron unos orbes de un color azul reluciente que le parecieron
cautivadores, el resto se hallaba oculto tras la máscara del mismo color
oscuro que tenía la capucha que tapaba su cabello.
—Me gusta
mirar a la cara de las personas con las que hablo —se atrevió a decirle
después de unos minutos de silencio pero sin cambiar su postura—. No
entiendo por qué me salvas la vida si ni siquiera quieres revelarme tu
nombre.
—Eres muy osado, niño. Empiezo a comprender por qué te
encuentras en esta delicada situación.— Siguió con la mirada perdida en
la pared, dándole la espalda y con los brazos cruzados.
—¿Qué
situación? No sé de qué me hablas. Ese tipo llegó a la aldea para matar a
mi padre y después quiso venir a por mí, pero me escapé y…
—El objetivo de ese hombre no era tu padre —le interrumpió—, eres tú.
Taryon
no pudo preguntar el porqué, se miró las manos cruzadas en sus rodillas
y dejó que las lágrimas que hace tiempo querían brotar, lo hicieran
finalmente. No emitía ningún sollozo, él se consideraba alguien valiente
y fuerte, pero era un niño al fin y al cabo, y la soledad que sentía a
sus catorce años de vida no era algo que pudiera disimularse fácilmente
en la infancia.
El arquero le miró apenado y suspiró brevemente,
bajó sus pies de la mesa y se levantó para girar la silla y sentarse de
nuevo, esta vez sin darle la espalda.
—Mi nombre es Keinar.
Taryon
se secó las lágrimas con la manga de su camisa desgastada y le sonrió
mirándole con sus inocentes ojos, todavía humedecidos, mientras le
decía:— Gracias, Keinar.
—¿Por qué me das las gracias? —Se
revolvió en su asiento incómodo, nada acostumbrado a esa clase de
agradecimientos tan sinceros, y volvió a cruzarse de brazos para
escuchar su respuesta.
—Por ser bueno conmigo.
Keinar
se quedó inmóvil observando aquella sonrisa que le dedicaba con tanta
sinceridad. Sintió una agradable calidez, una sensación de comodidad y
bienestar que le hacían relajar la fachada de desconfianza y lejanía que
le protegía de aquellos corazones negros que solo querían aprovecharse
de él. Quiso contestarle y decirle que aquello no significaba nada, pero
un ruido a su derecha lo alertó de que algo no iba bien.
—No te muevas de aquí, niño.
—¡M-me llamo Taryon!
—Cállate
ya. —Pegó su oído a la delgada puerta de madera del refugio para
asegurarse que todo estaba en orden, pero unas zancadas precipitadas,
que no pretendían ser silenciadas, le hicieron recular.— ¡Levántate!
—Taryon le obedeció inmediatamente y observó como abría la trampilla,
por la que habían caído antes, tirando de una cuerda.— Vamos, sube de
una vez y aléjate de este lugar tan rápido como puedas, no te detengas.
—¡Pe-pero…
yo no…! —Su protesta fue silenciada por unos golpes violentos que
intentaban derribar la puerta. El pánico se apoderó de él de nuevo y
decidió hacer caso al hombre que le había salvado la vida. Subió por la
pequeña escalerilla con torpeza y salió al exterior, pero antes de que
pudiera mirar hacia abajo para ver si su salvador le seguía, la
trampilla se cerró y escuchó como Huner irrumpía en el pequeño escondite
con una amenaza. Suspiró y se secó de nuevo las lágrimas que humedecían
su rostro y dijo en voz baja sin dejar de mirar a las hojas secas—: Por
favor, Keinar…No quiero estar solo de nuevo.
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