La mañana amaneció blanca. La escarcha coloreaba cada hoja de árbol y
cada brizna de hierba, congelando todo aquello que había permanecido a
la intemperie en esa fría noche sin nubes. Los tres compañeros salieron
de la cueva donde habían descansado, frotándose las manos para entrar en
calor y ciñéndose las capas para cobijarse de la brisa heladora. Tan
solo Keinar parecía impasible ante la extrema temperatura, avivó el paso
y se alejó unos metros de sus otros dos acompañantes para otear el
sendero y evitar más sorpresas. Aún sentía cierto resquemor hacia sí
mismo por el desliz que casi le cuesta la vida y no quería cometer ese
tipo de errores por segunda vez. No permitía que nadie le distrajera
mientras rastreaba y tampoco se comunicaba con ellos, tan solo se
dedicaba a caminar en la vanguardia con paso firme, seguro y decidido.
—¿Os conocéis desde hace mucho tiempo? —preguntó Taryon a Arda sin dejar de mirar la espalda de Keinar.
—Sí, mucho. Nacimos al mismo tiempo y en la misma casa, nuestras madres son hermanas. —respondió ella con una sonrisa.
—¡Ah!
¿Entonces sois primos? —le preguntó entusiasmado por poder al fin
entablar una conversación con alguien y, sobre todo, porque ese alguien
era una elfa.
—Eso es. Y tú, pequeño ¿Tienes familia?
La
mirada de Taryon se ensombreció recordando el reciente asesinato de su
padre y la contestó: —Sí, una tía en Narboth y creo que un tío en
Mandun, pero nunca le he visto.
—Eres casi un hombre. Pronto formarás una familia. —le dijo para intentar devolverle la sonrisa.
—Supongo
que eso será cuando deje de perseguirme el rey Vartyan. Me pregunto si
algún día podré encontrar un lugar en el que vivir en paz —dijo Taryon
apesadumbrado.
—Claro que lo harás. No deberías vaticinar
malos augurios. Te harás fuerte y podrás luchar por tu libertad. Tu
sangre es pura y de buena casta.
—¿De buena casta? Mi padre era campesino y mi abuelo antes que él. Ese es el único destino que me aguarda.
Arda
guardó silencio y le dejó con su aflicción, observando de reojo como se
miraba las manos pensativo. Keinar miró hacia atrás al captar la
conversación y con una mirada firme recordó a su compañera que no
hablara más de la cuenta. Ella se limitó a apartar sus ojos de él y sacó
de su bolsa una pieza de fruta que entregó a Taryon.
—Gracias. —la agradeció él con una sonrisa apagada.
El
viaje les alejó de Narboth y de las tierras que Taryon conocía. Los
senderos por los que transitaron durante ese día y sus paisajes le eran
completamente desconocidos. Olvidó su conversación con Arda y disfrutó
del paseo, intentando memorizar cada detalle de esas tierras tan
desemejantes a las que él estaba acostumbrado. Pero cuando el Sol se
encontraba en lo más alto del cielo, un paisaje le heló la sangre y
erizó todo el vello de su cuerpo. Sonidos quejumbrosos y muy lejanos
llegaban a sus oídos encogiéndole el corazón y una niebla espesa y
grisácea comenzó a acariciar su rostro. De pronto, los reconfortantes
rayos de Sol, habían desaparecido.
—¿Do-dónde estamos? —preguntó con un ligero temblor que sacudía todo su cuerpo.
—En el bosque maldito —contestó Keinar con seguridad mientras amainaba el paso para caminar al lado de sus compañeros.
—¡¿El
Bosque Maldito?! Menos mal que no vamos a entrar ahí —dijo Taryon
aliviado cuando divisó la entrada al bosque entre dos montañas e
intentaba calmar la intranquilidad que Branor sentía al estar tan cerca
de ese lugar.
—Sí vamos a entrar —le contrarió Keinar—. No
te separes de Arda o de mí y no se te ocurra bajo ningún concepto
alejarte del sendero trazado. Si nos perdieras de vista por algún
contratiempo, quédate donde estás. Si tu corcel sale corriendo, déjale
que lo haga, sabrá encontrar la salida. No intentes avanzar tú solo
¿Entendido?
—¡¿Qué?! —preguntó Taryon nervioso, al borde
de las lágrimas— ¡Debes de estar bromeando! ¡N-no pienso adentrarme e-en
ese lugar y Branor tampoco!
—Taryon —Arda apoyó sus manos
en los hombros del aterrado joven y se agachó para que concentrara su
mirada en su cara— Es preciso que entremos aquí. Tenemos que hablar con
alguien muy importante para nuestra causa. Solo él puede ayudarnos.
—Tengo mucho miedo.
—Lo
sé, incluso yo lo tengo. Este sitio es estremecedor, pero debes de ser
fuerte. Hazlo por tu libertad, Taryon. Comienza a luchar por ella.
Las
palabras de la elfa infundieron confianza en el corazón de Taryon.
Respiró hondo sintiendo como su cuerpo se relajaba y volvió a posar su
mirada en el siniestro lugar. Entre las paredes escarpadas de dos
montañas se encontraba el paso a la lóbrega arboleda. Los primeros
árboles de troncos pelados y ramas desnudas les amenazaban con poses
macabras y crujidos tétricos. Del interior manaba un hedor a podredumbre
y agua estancada, a hojas secas y cadáveres podridos, y la humedad de
la intensa niebla impregnaba sus ropajes y su piel con gotas grises de
polvo y agua. Multitud de gruñidos les invitaban a alejarse de sus
dominios, algunos sonaban amenazadoramente cerca y otros podían
distinguirse en la lejanía como un eco incesante que les acompañaba sin
descanso mientras avanzaban con cautela y con ritmo pausado hacia el
interior del bosque.
Taryon caminaba agarrado a la capa de
Arda, sin soltar las riendas de su asustado amigo —que no paraba de
resoplar— y mirando en todas direcciones cada vez que escuchaba algún
sonido cercano. La espesura de la niebla y sus ojos de humano le
impedían ver más allá de lo que se encontraba a dos pasos y el agobio
comenzó a apoderarse de él. Su corazón latía apresurado y el sudor —a
pesar del intenso frío— resbalaba por su cuerpo mezclándose con la
humedad del ambiente. Pronto comenzó a tiritar y a sentir como sus
extremidades se entumecían.
—No… no puedo avanzar… más. E-estoy helado —dijo cayendo de rodillas.
Arda
tocó su frente para comprobar su temperatura y se dirigió a Keinar
diciendo: —Está ardiendo. Necesita cambiarse esas ropas mojadas o
enfermará de gravedad.
—¿Y de dónde sacamos ropa seca en este lugar, Arda? —preguntó el elfo cruzándose de brazos.
—Deberíamos volver. No aguantará mucho más tiempo. Hay que comprarle ropa limpia y…
—¡No! —la interrumpió Taryon mientras intentaba levantarse—. Estoy bien. Solo necesitaba descansar un momento. Sigamos.
—¿Estás seguro, Taryon? —preguntó Arda recelosa de sus palabras.
—Sí. Por favor, acabemos cuanto antes.
Keinar
le miró unos instantes, reparando en su tez pálida y en la fatiga de su
pecho subiendo y bajando con rapidez. Suspiró y se acercó a él, le
retiró la capa y la arrojó a un lugar del camino —ignorando la protesta
de Taryon— y sacó de su bolsa una túnica seca que portaba siempre para
casos de emergencia.
—Desnúdate y ponte esto. —le ordenó ofreciéndole la prenda blanca.
—A-ah. Gracias, Keinar.
Su
pudor le obligó a mirar a la elfa y ella comprendió inmediatamente que
buscaba algo de privacidad para quitarse sus harapientas ropas y
vestirse esa túnica suave y de buena calidad que Keinar le había dado.
Suspiró aliviado al sentir la confortable tela acariciando su epidermis,
pero el frío se colaba entre el fino algodón, helando su piel hasta los
huesos. El elfo se quitó su gruesa capa y se la colocó a Taryon sobre
sus hombros, escuchando un sonido de sorpresa que escapó de su garganta
cuando por fin pudo descubrir parte de su misterioso rostro, aunque aún
conservaba puesta la máscara que cubría su boca y su nariz. Observó, a
pesar de la tenue visión que dejaba entrever la niebla, su pelo blanco
como el brillo de la luna llena, cayendo por delante de sus hombros
hasta su pecho; su faz tersa y morena, con una mirada firme y seria
dibujada, sus largas orejas puntiagudas y sus ojos azules —casi
transparentes— observándole mientras se vestía
—Gra-gracias
de nuevo —le dijo con una sonrisa mientras se arropaba bien con la capa
y se colocaba la capucha para evitar que el aire helara su rostro.
—Vámonos. —contestó Keinar con su habitual tono desabrido.
Reanudaron
la caminata y se adentraron en el interior de la espesura. El contraste
con el perímetro exterior era bastante impactante; los árboles secos
dieron paso a un verdor agradable, la niebla se disipó parcialmente y el
aire estaba mucho menos cargado que el de la entrada. Taryon respiró
con una sonrisa cerrando sus ojos y se relajó caminando por la arboleda,
pero su felicidad duró un instante. Un enorme garjo aterrizó desde un
árbol a los pies de Keinar, medio agazapado y enseñando sus dientes
mientras emitía un gruñido constante y uniforme. Sus ojos estaban
clavados en los del elfo y los de este en los de la bestia. Sin
parpadear, sin realizar el más minúsculo movimiento, tan sólo
desafiándose con la mirada e intentando intimidarse mutuamente, pero
ninguno de los dos se amedrentaba. Un rugido grave y mortal salió desde
la base de su estómago, justo antes de abalanzarse sobre el elfo con un
gran salto y con sus garras afiladas por delante. Keinar se agachó —sin
desenvainar sus armas— dejando que el animal pasara por encima de su
cabeza, y giró rápidamente para no darle el privilegio de mostrarle su
lado ciego. Volvían a estar frente a frente, aunque esta vez no hubo
duelo de miradas, el garjo estaba dispuesto a acabar con su presa y
corrió gruñendo hacia él, pero Keinar adelantó su mano derecha, con el
brazo completamente recto y la palma abierta, y pronunció en élfico una
orden firme que hizo que el felino parara en seco y se quedara inmóvil,
enseñando aún sus dientes y sin dejar de gruñir. El elfo dio un paso
hacia delante muy lentamente, el garjo retrocedió la misma distancia, y
lo mismo ocurrió veinte pasos más hasta que el felino dejó de gruñir y
permitió que se acercara. No relajó su mano derecha en ningún momento,
pero al llegar a menos de dos pasos del animal, la bajó despacio y se la
acercó para que la oliera. El garjo admitió la superioridad de aquél
que lo había logrado domar y agachó la cabeza, recibiendo como
recompensa unas caricias detrás de su oreja.
—Vaya…
eso ha sido impresionante —dijo Taryon en voz baja, temiendo que el
animal pudiera revelarse en cualquier momento ante la mínima
provocación.
—Es el único de los nuestros que logra domar a
las bestias de corazón indomable. Creemos que el secreto está en sus
ojos, pero el orgulloso afirma que es debido a su corazón impávido —le
dijo Arda con una sonrisa.
—Nos vendrá bien su ayuda —afirmó Keinar mientras le hacía una señal a Taryon para que se acercara—. Monta.
—Tengo a Branor ¿Por qué habría de montar en una bestia?
—Porque este animal te protegerá, nada en este bosque podrá dañarte si estás a lomos de un garjo.
—Pero lo has domado tú ¿Cómo sabes que no me atacará a mí? —preguntó Taryon indeciso y nervioso.
—Ven
y ofrécele tu mano. No la mires a los ojos. —Observó cómo el joven le
hacía caso y se acercaba a la hembra— Respira hondo y aplaca tus
nervios. Estás muy tenso. —Agarró la mano de Taryon y se la acercó
despacio para que la olfateara.— Ninguna bestia podrá dañarte si
permaneces en este estado de ánimo. Nunca dejes que el miedo se apodere
de ti.
Taryon sonrió y acarició con decisión el suave
pelaje blanco con rayas negras. Miró a su amigo, que aún seguía nervioso
en presencia del felino, y se acercó a él para susurrarle con un abrazo
en su musculoso cuello:
—No te separes de mí, chico. Este garjo nos protegerá.
Le
dio unas palmaditas a su caballo y se subió a lomos del animal domado.
No estaba seguro de cómo debía tratarlo para que le hiciera caso, aunque
pronto descubrió que el felino se movía por iniciativa propia,
siguiendo los pasos de Keinar, quien ya volvía a estar en la cabeza del
grupo para liderar la marcha.
Los árboles seguían
aumentando en frondosidad y el aire era tan puro que purificaba sus
pulmones y calmaba cualquier sensación de agobio o malestar que
tuvieran. Los sonidos amenazadores se distinguían levemente en la
lejanía, pero otros muy distintos comenzaron a gobernar en el ambiente;
crujidos y hojas moviéndose sin brisa era lo que sus oídos captaban,
chirridos y ramas retorciéndose; árboles cobrando vida.
—¿Quiénes
sois, aventurados mortales, y qué habéis venido a hacer a nuestros
dominios? —Un árbol de la altura de cinco hombres se dirigió a ellos
cuando se acercaron lo suficiente. Podía distinguirse la forma de un
rostro en la mitad del robusto tronco cubierto de musgo y contaba con
multitud de ramas tupidas que movía a su antojo al hablar, como si
estuviera gesticulando.
—Mi nombre es Keinar Emerdiel,
hijo de Baldhor, Príncipe de Heldüin y miembro del Consejo de los Cinco
Sabios. Ella es Arda Emerdiel —dijo señalando a la elfa—, hija de Gardän
y General de las Legiones Doradas. Debemos hablar con el Anciano. —El
tono de voz empleado era más alto de lo que acostumbraba a ser, y su
pose era altiva y desafiante, nada que ver con la que normalmente lucía.
—¿Y
qué asuntos pensáis que son tan trascendentes como para interrumpir el
letargo milenario del Anciano, Keinar, hijo de Baldhor?
—La protección del Predestinado.
Al
escuchar las palabras del elfo, todos los árboles que se encontraban en
la cercanía escuchando la conversación, se agitaron y revolvieron,
produciendo un constante susurro de hojas y ramas. Taryon pronunció una
exclamación y Arda le tranquilizó acariciando su hombro, pero sus ojos
estaban fijos en la espalda de Keinar mientras su cabeza intentaba
asimilar el nombre que este había empleado, tratando de detener el
remolino de preguntas que se agolpaban en su cabeza, preguntas de las
que sabía que no obtendría respuestas.
<<¿El
predestinado? ¡¿Predestinado a qué?! ¿Un príncipe de los elfos está
arriesgando su vida para salvarme? ¿Por qué no puedo volver a mi
hogar?>>
El árbol que había estado hablando con
Keinar todo este tiempo, murmuró algo ininteligible para los tres y
después se dirigió nuevamente al elfo.
—¿Cómo estáis tan seguro de que este joven humano es el elegido?
—No hablaré de vitales asuntos con un mero guarda.
—Está bien, Keinar hijo de Baldhor. No recelo de tu sabiduría y conocida experiencia... Podéis pasar.
Los
árboles que se encontraban enfrente de ellos impidiéndoles el paso,
comenzaron a moverse muy lentamente, revelando a sus espaldas la otra
parte del sendero. Un fulgor blanco y muy intenso fue apareciendo a
medida que las tupidas ramas se iban separando, una calidez emanaba del
otro lado, revitalizando sus cuerpos, y una sensación de paz les obligó a
cerrar los ojos y a dejarse vencer por un sueño apaciguador.
Unos
dedos suaves paseaban por su mejilla, casi sin tocarla. Una dulce nana
—entonada de la forma más dulce— sosegaba sus inquietudes. Sonreía con
los ojos cerrados, embelesado por aquella paz que nunca antes había
disfrutado, feliz por sentir una calma y un amor que su infancia no
conoció. Esa melodiosa voz pronunció su nombre en un susurro —Taryon
—Entonces abrió los ojos y despertó con un grito desgarrador, temblando y
jadeando violentamente. El aire no penetraba en sus pulmones y sentía
que se ahogaba, pero una voz familiar le tranquilizó y la horrible
visión de la pesadilla se esfumó cuando vio el rostro dulce de Arda.
—Taryon ¿Qué ha pasado? —le preguntó ella retirándole los mechones de pelo de su sudorosa frente.
—E-es…
ha sido una pesadilla. Yo… —Se miró las manos, aún temblorosas, y fue
incapaz de describir aquella horrible escena; el rostro mutilado y sin
piel de la madre que nunca conoció y la habitación de su aldea natal
inundada de sangre.
—Tranquilo, solo ha sido un sueño. Estás a salvo.
Mientras
recuperaba el aliento, miró en derredor para intentar averiguar dónde
estaba, viendo como Arda volvía junto a Keinar, quien mantenía una
conversación con el anchísimo tronco de un árbol que tenía grabado el
rostro de un hombre muy anciano, con infinidad de ramas largas y
delgadas, pobladas con hojas bipinnadas y multitud de inflorescencias
cerradas que desprendían un agradable y relajante aroma.
—Acércate, joven humano.
Taryon
se sobresaltó nuevamente cuando el árbol se dirigió a él. Se levantó de
su improvisado lecho de hojas secas con cuidado y se acercó receloso.
El anciano tronco emitió un crujido sonoro, como un lamento que pareció
escapar de sus entrañas, y mantuvo el silencio durante unos instantes.
El corazón del humano latió con fuerza al sentir como alguien hurgaba en
su cerebro e intentaba leer sus pensamientos, haciéndole recordar cosas
que no deseaba en esos momentos, pero mantuvo la compostura y esperó
con paciencia a que el extraño árbol emitiera sus siguientes palabras.
De pronto, un polvo emergió de una de las flores de las protuberantes
ramas y volvió a sumirse en un profundo sueño.
—¡Hay
iniquidad en su interior! Solo el más puro puede ser el predestinado.
—dijo el árbol una vez Taryon estuvo dormido de nuevo.
—¡Estoy
seguro de que él es el único! —insistió Keinar con ahínco—. Pero no ha
conocido amor, sino sufrimiento y miseria en su corta vida.
—No
hablo de esa clase de maldad. Algo oscuro mora en lo más profundo de su
corazón. Algo de lo cual no podrá desprenderse nunca. Lo mismo que le
obligó a acabar con la vida de ese garjo. El mal oscuro lo cegó,
impidiéndole ver que ese animal únicamente lo estaba protegiendo. Nunca
podrá luchar contra esa fuerza maligna.
—¿Le estaba…
protegiendo? —preguntó Keinar comprendiendo por fin por qué el felino no
alcanzó a Taryon durante la carrera. <<¿Acaso los animales lo intuyen también?>> —pensó mirando a Taryon.
—No puedo ayudaros, príncipe de Heldüin. Temo que vuestro viaje ha sido en balde. Debo volver a mi letargo.
Keinar
suspiró abatido. Cuando el árbol volvió a su sueño, supo que había
dicho sus últimas palabras y que se había negado a darles la bendición
que estaba buscando, el poder que les permitiría atravesar las puertas
del Monte Sacro en lo más recóndito de las montañas del norte de
Cashidya. Arda acudió a su lado y le rodeó el brazo con el suyo.
—Keinar, lo hemos intentado. No llevo mucho al lado de este chico, pero confío en tu suposición. Es especial.
—Gracias, Arda. Pero eso no nos basta para lograr nuestro objetivo —dijo inquieto y mirando la figura dormida de Taryon.
—Lo
sé, pero a pesar de ello, lo lograremos igualmente. Solo tenemos que
mostrarle a Taryon el camino correcto. Erradicaremos ese mal de su
corazón y convenceremos nuevamente al Anciano de su pureza. —Su brazo se
deslizó hasta su mano y sus dedos se entrelazaron— No hay nada que
juntos no podamos lograr.
Taryon despertó en ese momento, sobresaltado de nuevo por el repentino sueño y desorientado a la vez que confundido.
—¿Q-qué ha pasado?
—El
anciano te obligó a dormir. Tenemos que irnos. —dijo Keinar separándose
de Arda y caminando hacia el sendero por el que habían llegado.
Taryon
se levantó en completo silencio, sin esperar más explicación que esa, y
agarró las riendas de Branor, pero el elfo le hizo un gesto con su
cabeza y le indicó que volviera a lomos del garjo, que descansaba
tranquilo sobre la hierba mullida. A regañadientes se acercó al animal y
se subió para deshacer el camino que habían traído. Ya no le preocupaba
el bosque tenebroso que habían atravesado para llegar hasta ese extraño
lugar, ni los garjos que amenazaban en cada arbusto y tampoco los
tétricos sonidos que le produjeron constantes escalofríos; lo que le
afligía era su destino, el importante papel que parecía que desempeñaba y
sobre el que nada sabía.
El camino de vuelta fue relativamente
tranquilo, el garjo que Taryon montaba se encargó de ahuyentar a toda
aquella criatura que intentaba desafiar al grupo y consiguieron llegar a
la entrada del bosque antes de que cayera la noche. El felino volvió
corriendo a sus dominios y los cuatro se dirigieron al oeste, buscando
refugio entre las paredes escarpadas de las montañas que se erguían a su
derecha, hasta que encontraron una cavidad en la que los tres pudieron
descansar y resguardarse del frío.
Esa noche Arda hizo la guardia,
por lo que Keinar permaneció en el interior de la roca con Taryon,
quien aún se encontraba cabizbajo y tremendamente pensativo, mientras
roía el hueso de un ciervo que había cazado el arquero.
—Ha
llegado el momento de darte alguna explicación. —le dijo Keinar
mientras descansaba su espalda en la fría pared y observaba cómo el
joven se arropaba con su capa.
—¿En serio? Pensé que no estaba preparado para ello. —dijo Taryon con indiferencia.
—Y no lo estás, pero hay cosas que puedes y debes saber.
—¡Solo quiero saber por qué de pronto soy tan importante! ¡Soy el hijo de un campesino!
—Cálmate.
Esas actitudes infantiles son las que me impiden contarte toda la
verdad, o al menos todo lo que yo sé de ella. —Hizo una breve pausa
hasta que Taryon se relajó y después le dijo—: Ya sabes que el objetivo
de Huner no era tu padre y también sabes que Vartyan te está buscando.
Él piensa que tienes algo valioso, y yo también tengo la firme
convicción de que posees una fuerza dentro de ti de la que todavía no
eres consciente. No puedo decirte nada más, Taryon, pues desconozco la
verdadera naturaleza de ese poder y su finalidad. Tan solo lo presiento e
intuyo.
—¿Cómo me has encontrado? ¿Cómo me ha encontrado el rey Vartyan? —preguntó sentándose a su lado.
—Eso
es parte de lo que no puedo revelarte aún. Lo sabrás todo, a su debido
tiempo. Te doy mi palabra. —Sus ojos se encontraron y Taryon le sonrió,
provocándole de nuevo esa sensación reconfortante en su interior a la
cual estaba empezando a acostumbrarse.
—Así que eres un
príncipe elfo —dijo apartando su mirada para centrarla en sus manos de
nuevo—. Eso tiene que ser increíble. Vivir en un castillo y tener todo
lo que desees a tu disposición.
—Los elfos no tenemos esas edificaciones. Nuestros castillos no son como los que tú conoces.
—Nunca
he visto ningún castillo con mis propios ojos ¿Me llevarás alguna vez a
tu hogar? —le preguntó recuperando su tono risueño—. Siempre he soñado
con conocer a un elfo y sobre todo con poder contemplar esos bosques que
describen los relatos, las verdes praderas y las aguas cristalinas, las
finas cascadas que vierten sus aguas a enormes lagos y esas montañas de
picos permanentemente nevados, adornadas de pinos milenarios y
habitadas por animales extraños.
—Tu descripción no es
errada, aunque sí demasiado idealizada. Esos paisajes los disfrutábamos
en tiempos de paz, ahora la guerra también desuela nuestras tierras. La
belleza no es algo primordial en estos tiempos aciagos.
—¿Por
qué, Keinar? ¿Por qué el mundo tiene que sangrar tanto por la codicia
de unos pocos? —le preguntó bajando su mirada con un gesto de tristeza.
Por
primera vez desde que se encontraron, el elfo se quitó su máscara y le
dejó contemplar su rostro. Los ojos de Taryon se abrieron de par en par y
se perdió recorriendo cada detalle de sus hermosas facciones; joven
pero al mismo tiempo longevo, perfecto y cautivador, misterioso y
atractivo; sin la máscara no tenía ese semblante serio y duro que Taryon
pensaba que lucía a todas horas.
—Porque una imparable
sombra de maldad se cierne sobre todas las almas que moran en este
mundo, porque el corazón de los que gobiernan es oscuro. Pero hay
esperanza Taryon, un suave y leve atisbo de optimismo que empieza a
brillar cada día con más intensidad. Y tú... serás testigo de esa
transición hacia un nuevo mundo.
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