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viernes, 30 de enero de 2015

Capítulo 4 - El Anciano

La mañana amaneció blanca. La escarcha coloreaba cada hoja de árbol y cada brizna de hierba, congelando todo aquello que había permanecido a la intemperie en esa fría noche sin nubes. Los tres compañeros salieron de la cueva donde habían descansado, frotándose las manos para entrar en calor y ciñéndose las capas para cobijarse de la brisa heladora. Tan solo Keinar parecía impasible ante la extrema temperatura, avivó el paso y se alejó unos metros de sus otros dos acompañantes para otear el sendero y evitar más sorpresas. Aún sentía cierto resquemor hacia sí mismo por el desliz que casi le cuesta la vida y no quería cometer ese tipo de errores por segunda vez. No permitía que nadie le distrajera mientras rastreaba y tampoco se comunicaba con ellos, tan solo se dedicaba a caminar en la vanguardia con paso firme, seguro y decidido.

—¿Os conocéis desde hace mucho tiempo? —preguntó Taryon a Arda sin dejar de mirar la espalda de Keinar.

—Sí, mucho. Nacimos al mismo tiempo y en la misma casa, nuestras madres son hermanas. —respondió ella con una sonrisa.

—¡Ah! ¿Entonces sois primos? —le preguntó entusiasmado por poder al fin entablar una conversación con alguien y, sobre todo, porque ese alguien era una elfa.

—Eso es. Y tú, pequeño ¿Tienes familia?

La mirada de Taryon se ensombreció recordando el reciente asesinato de su padre y la contestó: —Sí, una tía en Narboth y creo que un tío en Mandun, pero nunca le he visto.

—Eres casi un hombre. Pronto formarás una familia. —le dijo para intentar devolverle la sonrisa.

—Supongo que eso será cuando deje de perseguirme el rey Vartyan. Me pregunto si algún día podré encontrar un lugar en el que vivir en paz —dijo Taryon apesadumbrado.

—Claro que lo harás. No deberías vaticinar malos augurios. Te harás fuerte y podrás luchar por tu libertad. Tu sangre es pura y de buena casta.

—¿De buena casta? Mi padre era campesino y mi abuelo antes que él. Ese es el único destino que me aguarda.

Arda guardó silencio y le dejó con su aflicción, observando de reojo como se miraba las manos pensativo. Keinar miró hacia atrás al captar la conversación y con una mirada firme recordó a su compañera que no hablara más de la cuenta. Ella se limitó a apartar sus ojos de él y sacó de su bolsa una pieza de fruta que entregó a Taryon.

—Gracias. —la agradeció él con una sonrisa apagada.


El viaje les alejó de Narboth y de las tierras que Taryon conocía. Los senderos por los que transitaron durante ese día y sus paisajes le eran completamente desconocidos. Olvidó su conversación con Arda y disfrutó del paseo, intentando memorizar cada detalle de esas tierras tan desemejantes a las que él estaba acostumbrado. Pero cuando el Sol se encontraba en lo más alto del cielo, un paisaje le heló la sangre y erizó todo el vello de su cuerpo. Sonidos quejumbrosos y muy lejanos llegaban a sus oídos encogiéndole el corazón y una niebla espesa y grisácea comenzó a acariciar su rostro. De pronto, los reconfortantes rayos de Sol, habían desaparecido.

—¿Do-dónde estamos? —preguntó con un ligero temblor que sacudía todo su cuerpo.

—En el bosque maldito —contestó Keinar con seguridad mientras amainaba el paso para caminar al lado de sus compañeros.

—¡¿El Bosque Maldito?! Menos mal que no vamos a entrar ahí —dijo Taryon aliviado cuando divisó la entrada al bosque entre dos montañas e intentaba calmar la intranquilidad que Branor sentía al estar tan cerca de ese lugar.

—Sí vamos a entrar —le contrarió Keinar—. No te separes de Arda o de mí y no se te ocurra bajo ningún concepto alejarte del sendero trazado. Si nos perdieras de vista por algún contratiempo, quédate donde estás. Si tu corcel sale corriendo, déjale que lo haga, sabrá encontrar la salida. No intentes avanzar tú solo ¿Entendido?

—¡¿Qué?! —preguntó Taryon nervioso, al borde de las lágrimas— ¡Debes de estar bromeando! ¡N-no pienso adentrarme e-en ese lugar y Branor tampoco!

—Taryon —Arda apoyó sus manos en los hombros del aterrado joven y se agachó para que concentrara su mirada en su cara— Es preciso que entremos aquí. Tenemos que hablar con alguien muy importante para nuestra causa. Solo él puede ayudarnos.

—Tengo mucho miedo.

—Lo sé, incluso yo lo tengo. Este sitio es estremecedor, pero debes de ser fuerte. Hazlo por tu libertad, Taryon. Comienza a luchar por ella.

Las palabras de la elfa infundieron confianza en el corazón de Taryon. Respiró hondo sintiendo como su cuerpo se relajaba y volvió a posar su mirada en el siniestro lugar. Entre las paredes escarpadas de dos montañas se encontraba el paso a la lóbrega arboleda. Los primeros árboles de troncos pelados y ramas desnudas les amenazaban con poses macabras y crujidos tétricos. Del interior manaba un hedor a podredumbre y agua estancada, a hojas secas y cadáveres podridos, y la humedad de la intensa niebla impregnaba sus ropajes y su piel con gotas grises de polvo y agua. Multitud de gruñidos les invitaban a alejarse de sus dominios, algunos sonaban amenazadoramente cerca y otros podían distinguirse en la lejanía como un eco incesante que les acompañaba sin descanso mientras avanzaban con cautela y con ritmo pausado hacia el interior del bosque.

Taryon caminaba agarrado a la capa de Arda, sin soltar las riendas de su asustado amigo —que no paraba de resoplar— y mirando en todas direcciones cada vez que escuchaba algún sonido cercano. La espesura de la niebla y sus ojos de humano le impedían ver más allá de lo que se encontraba a dos pasos y el agobio comenzó a apoderarse de él. Su corazón latía apresurado y el sudor —a pesar del intenso frío— resbalaba por su cuerpo mezclándose con la humedad del ambiente. Pronto comenzó a tiritar y a sentir como sus extremidades se entumecían.

—No… no puedo avanzar… más. E-estoy helado —dijo cayendo de rodillas.

Arda  tocó su frente para comprobar su temperatura y se dirigió a Keinar diciendo: —Está ardiendo. Necesita cambiarse esas ropas mojadas o enfermará de gravedad.

—¿Y de dónde sacamos ropa seca en este lugar, Arda? —preguntó el elfo cruzándose de brazos.

—Deberíamos volver. No aguantará mucho más tiempo. Hay que comprarle ropa limpia y…

—¡No! —la interrumpió Taryon mientras intentaba levantarse—. Estoy bien. Solo necesitaba descansar un momento. Sigamos.

—¿Estás seguro, Taryon? —preguntó Arda recelosa de sus palabras.

—Sí. Por favor, acabemos cuanto antes.

Keinar le miró unos instantes, reparando en su tez pálida y en la fatiga de su pecho subiendo y bajando con rapidez. Suspiró y se acercó a él, le retiró la capa y la arrojó a un lugar del camino —ignorando la protesta de Taryon— y sacó de su bolsa una túnica seca que portaba siempre para casos de emergencia.

—Desnúdate y ponte esto. —le ordenó ofreciéndole la prenda blanca.

—A-ah. Gracias, Keinar.

Su pudor le obligó a mirar a la elfa y ella comprendió inmediatamente que buscaba algo de privacidad para quitarse sus harapientas ropas y vestirse esa túnica suave y de buena calidad que Keinar le había dado. Suspiró aliviado al sentir la confortable tela acariciando su epidermis, pero el frío se colaba entre el fino algodón, helando su piel hasta los huesos. El elfo se quitó su gruesa capa y se la colocó a Taryon sobre sus hombros, escuchando un sonido de sorpresa que escapó de su garganta cuando por fin pudo descubrir parte de su misterioso rostro, aunque aún conservaba puesta la máscara que cubría su boca y su nariz. Observó, a pesar de la tenue visión que dejaba entrever la niebla, su pelo blanco como el brillo de la luna llena, cayendo por delante de sus hombros hasta su pecho; su faz tersa y morena, con una mirada firme y seria dibujada, sus largas orejas puntiagudas y sus ojos azules —casi transparentes— observándole mientras se vestía

—Gra-gracias de nuevo —le dijo con una sonrisa mientras se arropaba bien con la capa y se colocaba la capucha para evitar que el aire helara su rostro.

—Vámonos. —contestó Keinar con su habitual tono desabrido.


Reanudaron la caminata y se adentraron en el interior de la espesura. El contraste con el perímetro exterior era bastante impactante; los árboles secos dieron paso a un verdor agradable, la niebla se disipó parcialmente y el aire estaba mucho menos cargado que el de la entrada. Taryon respiró con una sonrisa cerrando sus ojos y se relajó caminando por la arboleda, pero su felicidad duró un instante. Un enorme garjo aterrizó desde un árbol a los pies de Keinar, medio agazapado y enseñando sus dientes mientras emitía un gruñido constante y uniforme. Sus ojos estaban clavados en los del elfo y los de este en los de la bestia. Sin parpadear, sin realizar el más minúsculo movimiento, tan sólo desafiándose con la mirada e intentando intimidarse mutuamente, pero ninguno de los dos se amedrentaba. Un rugido grave y mortal salió desde la base de su estómago, justo antes de abalanzarse sobre el elfo con un gran salto y con sus garras afiladas por delante. Keinar se agachó —sin desenvainar sus armas— dejando que el animal pasara por encima de su cabeza, y giró rápidamente para no darle el privilegio de mostrarle su lado ciego. Volvían a estar frente a frente, aunque esta vez no hubo duelo de miradas, el garjo estaba dispuesto a acabar con su presa y corrió gruñendo hacia él, pero Keinar adelantó su mano derecha, con el brazo completamente recto y la palma abierta, y pronunció en élfico una orden firme que hizo que el felino parara en seco y se quedara inmóvil, enseñando aún sus dientes y sin dejar de gruñir. El elfo dio un paso hacia delante muy lentamente, el garjo retrocedió la misma distancia, y lo mismo ocurrió veinte pasos más hasta que el felino dejó de gruñir y permitió que se acercara. No relajó su mano derecha en ningún momento, pero al llegar a menos de dos pasos del animal, la bajó despacio y se la acercó para que la oliera. El garjo admitió la superioridad de aquél que lo había logrado domar y agachó la cabeza, recibiendo como recompensa unas caricias detrás de su oreja.


—Vaya… eso ha sido impresionante —dijo Taryon en voz baja, temiendo que el animal pudiera revelarse en cualquier momento ante la mínima provocación.

—Es el único de los nuestros que logra domar a las bestias de corazón indomable. Creemos que el secreto está en sus ojos, pero el orgulloso afirma que es debido a su corazón impávido —le dijo Arda con una sonrisa.

—Nos vendrá bien su ayuda —afirmó Keinar mientras le hacía una señal a Taryon para que se acercara—. Monta.

—Tengo a Branor ¿Por qué habría de montar en una bestia?

—Porque este animal te protegerá, nada en este bosque podrá dañarte si estás a lomos de un garjo.

—Pero lo has domado tú ¿Cómo sabes que no me atacará a mí? —preguntó Taryon indeciso y nervioso.

—Ven y ofrécele tu mano. No la mires a los ojos. —Observó cómo el joven le hacía caso y se acercaba a la hembra— Respira hondo y aplaca tus nervios. Estás muy tenso. —Agarró la mano de Taryon y se la acercó despacio para que la olfateara.— Ninguna bestia podrá dañarte si permaneces en este estado de ánimo. Nunca dejes que el miedo se apodere de ti.

Taryon sonrió y acarició con decisión el suave pelaje blanco con rayas negras. Miró a su amigo, que aún seguía nervioso en presencia del felino, y se acercó a él para susurrarle con un abrazo en su musculoso cuello:

—No te separes de mí, chico. Este garjo nos protegerá.

Le dio unas palmaditas a su caballo y se subió a lomos del animal domado. No estaba seguro de cómo debía tratarlo para que le hiciera caso, aunque pronto descubrió que el felino se movía por iniciativa propia, siguiendo los pasos de Keinar, quien ya volvía a estar en la cabeza del grupo para liderar la marcha.

Los árboles seguían aumentando en frondosidad y el aire era tan puro que purificaba sus pulmones y calmaba cualquier sensación de agobio o malestar que tuvieran. Los sonidos amenazadores se distinguían levemente en la lejanía, pero otros muy distintos comenzaron a gobernar en el ambiente; crujidos y hojas moviéndose sin brisa era lo que sus oídos captaban, chirridos y ramas retorciéndose; árboles cobrando vida.

—¿Quiénes sois, aventurados mortales, y qué habéis venido a hacer a nuestros dominios? —Un árbol de la altura de cinco hombres se dirigió a ellos cuando se acercaron lo suficiente. Podía distinguirse la forma de un rostro en la mitad del robusto tronco cubierto de musgo y contaba con multitud de ramas tupidas que movía a su antojo al hablar, como si estuviera gesticulando.

—Mi nombre es Keinar Emerdiel, hijo de Baldhor, Príncipe de Heldüin y miembro del Consejo de los Cinco Sabios. Ella es Arda Emerdiel —dijo señalando a la elfa—, hija de Gardän y General de las Legiones Doradas. Debemos hablar con el Anciano. —El tono de voz empleado era más alto de lo que acostumbraba a ser, y su pose era altiva y desafiante, nada que ver con la que normalmente lucía.

—¿Y qué asuntos pensáis que son tan trascendentes como para interrumpir el letargo milenario del Anciano, Keinar, hijo de Baldhor?

—La protección del Predestinado.

Al escuchar las palabras del elfo, todos los árboles que se encontraban en la cercanía escuchando la conversación, se agitaron y revolvieron, produciendo un constante susurro de hojas y ramas. Taryon pronunció una exclamación y Arda le tranquilizó acariciando su hombro, pero sus ojos estaban fijos en la espalda de Keinar mientras su cabeza intentaba asimilar el nombre que este había empleado, tratando de detener el remolino de preguntas que se agolpaban en su cabeza, preguntas de las que sabía que no obtendría respuestas.

<<¿El predestinado? ¡¿Predestinado a qué?! ¿Un príncipe de los elfos está arriesgando su vida para salvarme? ¿Por qué no puedo volver a mi hogar?>>

El árbol que había estado hablando con Keinar todo este tiempo, murmuró algo ininteligible para los tres y después se dirigió nuevamente al elfo.

—¿Cómo estáis tan seguro de que este joven humano es el elegido?

—No hablaré de vitales asuntos con un mero guarda.

—Está bien, Keinar hijo de Baldhor. No recelo de tu sabiduría y conocida experiencia... Podéis pasar.

Los árboles que se encontraban enfrente de ellos impidiéndoles el paso, comenzaron a moverse muy lentamente, revelando a sus espaldas la otra parte del sendero. Un fulgor blanco y muy intenso fue apareciendo a medida que las tupidas ramas se iban separando, una calidez emanaba del otro lado, revitalizando sus cuerpos, y una sensación de paz les obligó a cerrar los ojos y a dejarse vencer por un sueño apaciguador.


Unos dedos suaves paseaban por su mejilla, casi sin tocarla. Una dulce nana —entonada de la forma más dulce—  sosegaba sus inquietudes. Sonreía con los ojos cerrados, embelesado por aquella paz que nunca antes había disfrutado, feliz por sentir una calma y un amor que su infancia no conoció. Esa melodiosa voz pronunció su nombre en un susurro —Taryon —Entonces abrió los ojos y despertó con un grito desgarrador, temblando y jadeando violentamente. El aire no penetraba en sus pulmones y sentía que se ahogaba, pero una voz familiar le tranquilizó y la horrible visión de la pesadilla se esfumó cuando vio el rostro dulce de Arda.

—Taryon ¿Qué ha pasado? —le preguntó ella retirándole los mechones de pelo de su sudorosa frente.

—E-es… ha sido una pesadilla. Yo… —Se miró las manos, aún temblorosas, y fue incapaz de describir aquella horrible escena; el rostro mutilado y sin piel de la madre que nunca conoció y la habitación de su aldea natal inundada de sangre.

—Tranquilo, solo ha sido un sueño. Estás a salvo.

Mientras recuperaba el aliento, miró en derredor para intentar averiguar dónde estaba, viendo como Arda volvía junto a Keinar, quien mantenía una conversación con el anchísimo tronco de un árbol que tenía grabado el rostro de un hombre muy anciano, con infinidad de ramas largas y delgadas, pobladas con hojas bipinnadas y multitud de inflorescencias cerradas que desprendían un agradable y relajante aroma.

—Acércate, joven humano.

Taryon se sobresaltó nuevamente cuando el árbol se dirigió a él. Se levantó de su improvisado lecho de hojas secas con cuidado y se acercó receloso. El anciano tronco emitió un crujido sonoro, como un lamento que pareció escapar de sus entrañas, y mantuvo el silencio durante unos instantes. El corazón del humano latió con fuerza al sentir como alguien hurgaba en su cerebro e intentaba leer sus pensamientos, haciéndole recordar cosas que no deseaba en esos momentos, pero mantuvo la compostura y esperó con paciencia a que el extraño árbol emitiera sus siguientes palabras. De pronto, un polvo emergió de una de las flores de las protuberantes ramas y volvió a sumirse en un profundo sueño.

—¡Hay iniquidad en su interior! Solo el más puro puede ser el predestinado. —dijo el árbol una vez Taryon estuvo dormido de nuevo.

—¡Estoy seguro de que él es el único! —insistió Keinar con ahínco—. Pero no ha conocido amor, sino sufrimiento y miseria en su corta vida.

—No hablo de esa clase de maldad. Algo oscuro mora en lo más profundo de su corazón. Algo de lo cual no podrá desprenderse nunca. Lo mismo que le obligó a acabar con la vida de ese garjo. El mal oscuro lo cegó, impidiéndole ver que ese animal únicamente lo estaba protegiendo. Nunca podrá luchar contra esa fuerza maligna.

—¿Le estaba… protegiendo? —preguntó Keinar comprendiendo por fin por qué el felino no alcanzó a Taryon durante la carrera. <<¿Acaso los animales lo intuyen también?>> —pensó mirando a Taryon.

—No puedo ayudaros, príncipe de Heldüin. Temo que vuestro viaje ha sido en balde. Debo volver a mi letargo.

Keinar suspiró abatido. Cuando el árbol volvió a su sueño, supo que había dicho sus últimas palabras y que se había negado a darles la bendición que estaba buscando, el poder que les permitiría atravesar las puertas del Monte Sacro en lo más recóndito de las montañas del norte de Cashidya. Arda acudió a su lado y le rodeó el brazo con el suyo.

—Keinar, lo hemos intentado. No llevo mucho al lado de este chico, pero confío en tu suposición. Es especial.

—Gracias, Arda. Pero eso no nos basta para lograr nuestro objetivo —dijo inquieto y mirando la figura dormida de Taryon.

—Lo sé, pero a pesar de ello, lo lograremos igualmente. Solo tenemos que mostrarle a Taryon el camino correcto. Erradicaremos ese mal de su corazón y convenceremos nuevamente al Anciano de su pureza. —Su brazo se deslizó hasta su mano y sus dedos se entrelazaron— No hay nada que juntos no podamos lograr.


Taryon despertó en ese momento, sobresaltado de nuevo por el repentino sueño y desorientado a la vez que confundido.

—¿Q-qué ha pasado?

—El anciano te obligó a dormir. Tenemos que irnos. —dijo Keinar separándose de Arda y caminando hacia el sendero por el que habían llegado.

Taryon se levantó en completo silencio, sin esperar más explicación que esa, y agarró las riendas de Branor, pero el elfo le hizo un gesto con su cabeza y le indicó que volviera a lomos del garjo, que descansaba tranquilo sobre la hierba mullida. A regañadientes se acercó al animal y se subió para deshacer el camino que habían traído. Ya no le preocupaba el bosque tenebroso que habían atravesado para llegar hasta ese extraño lugar, ni los garjos que amenazaban en cada arbusto y tampoco los tétricos sonidos que le produjeron constantes escalofríos; lo que le afligía era su destino, el importante papel que parecía que desempeñaba y sobre el que nada sabía.
El camino de vuelta fue relativamente tranquilo, el garjo que Taryon montaba se encargó de ahuyentar a toda aquella criatura que intentaba desafiar al grupo y consiguieron llegar a la entrada del bosque antes de que cayera la noche. El felino volvió corriendo a sus dominios y los cuatro se dirigieron al oeste, buscando refugio entre las paredes escarpadas de las montañas que se erguían a su derecha, hasta que encontraron una cavidad en la que los tres pudieron descansar y resguardarse del frío.
Esa noche Arda hizo la guardia, por lo que Keinar permaneció en el interior de la roca con Taryon, quien aún se encontraba cabizbajo y tremendamente pensativo, mientras roía el hueso de un ciervo que había cazado el arquero.

—Ha llegado el momento de darte alguna explicación. —le dijo Keinar mientras descansaba su espalda en la fría pared y observaba cómo el joven se arropaba con su capa.

—¿En serio? Pensé que no estaba preparado para ello. —dijo Taryon con indiferencia.

—Y no lo estás, pero hay cosas que puedes y debes saber.

—¡Solo quiero saber por qué de pronto soy tan importante! ¡Soy el hijo de un campesino!

—Cálmate. Esas actitudes infantiles son las que me impiden contarte toda la verdad, o al menos todo lo que yo sé de ella. —Hizo una breve pausa hasta que Taryon se relajó y después le dijo—: Ya sabes que el objetivo de Huner no era tu padre y también sabes que Vartyan te está buscando. Él piensa que tienes algo valioso, y yo también tengo la firme convicción de que posees una fuerza dentro de ti de la que todavía no eres consciente. No puedo decirte nada más, Taryon, pues desconozco la verdadera naturaleza de ese poder y su finalidad. Tan solo lo presiento e intuyo.

—¿Cómo me has encontrado? ¿Cómo me ha encontrado el rey Vartyan? —preguntó sentándose a su lado.

—Eso es parte de lo que no puedo revelarte aún. Lo sabrás todo, a su debido tiempo. Te doy mi palabra. —Sus ojos se encontraron y Taryon le sonrió, provocándole de nuevo esa sensación reconfortante en su interior a la cual estaba empezando a acostumbrarse.

—Así que eres un príncipe elfo —dijo apartando su mirada para centrarla en sus manos de nuevo—. Eso tiene que ser increíble. Vivir en un castillo y tener todo lo que desees a tu disposición.

—Los elfos no tenemos esas edificaciones. Nuestros castillos no son como los que tú conoces.

—Nunca he visto ningún castillo con mis propios ojos ¿Me llevarás alguna vez a tu hogar? —le preguntó recuperando su tono risueño—. Siempre he soñado con conocer a un elfo y sobre todo con poder contemplar esos bosques que describen los relatos, las verdes praderas y las aguas cristalinas, las finas cascadas que vierten sus aguas a enormes lagos y esas montañas de picos permanentemente nevados, adornadas de pinos milenarios y habitadas por animales extraños.

—Tu descripción no es errada, aunque sí demasiado idealizada. Esos paisajes los disfrutábamos en tiempos de paz, ahora la guerra también desuela nuestras tierras. La belleza no es algo primordial en estos tiempos aciagos.

—¿Por qué, Keinar? ¿Por qué el mundo tiene que sangrar tanto por la codicia de unos pocos? —le preguntó bajando su mirada con un gesto de tristeza.

Por primera vez desde que se encontraron, el elfo se quitó su máscara y le dejó contemplar su rostro. Los ojos de Taryon se abrieron de par en par y se perdió recorriendo cada detalle de sus hermosas facciones; joven pero al mismo tiempo longevo, perfecto y cautivador, misterioso y atractivo; sin la máscara no tenía ese semblante serio y duro que Taryon pensaba que lucía a todas horas.

—Porque una imparable sombra de maldad se cierne sobre todas las almas que moran en este mundo, porque el corazón de los que gobiernan es oscuro. Pero hay esperanza Taryon, un suave y leve atisbo de optimismo que empieza a brillar cada día con más intensidad. Y tú... serás testigo de esa transición hacia un nuevo mundo.

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